La que huele a roció del Atlántico, en las mañanas.
La que humedece tu piel, en el ocaso del Pacífico.
La que ahuyenta ausencias, con su faro de sones.
Engañado por algún clásico, ficcionó encender un cigarrillo, con la ilusión de que el tiempo aceleraría su paso. Miró su reloj, se imaginó estúpido y fumador.
En la vereda enfrentada a la suya, un limpia vidrios acomodaba sus elementos para desplegar su poder liberador de impurezas sobre las vidrieras. Primero un estropajo raído, destilando espuma como un perro rabioso. Luego el secador finito, de goma blanda y acero inoxidable (profesional). El zigzag infalible arrastrando los restos de mugre, mezcla de detergente, polvo y smog, se continuaba una y otra vez, cual nadador olímpico...infalible.
Volvió a su reloj. Cinco minutos, solo cinco minutos transcurrieron. Golpeó el filtro de su imaginación con el pulgar, para liberarla de cenizas, sonrió ...y se marchó.... estúpido y fumador.
Es curioso como la humedad puede filtrarse y atravesar superficies enteras, por un minúsculo capilar.
Detenerla es un esfuerzo que lleva tiempo. Y tal vez uno nunca llega a conocer el origen y extrema medidas para contener su paso.
El riesgo es que el abuso de esa impermeabilidad, puede dejarnos sin aire...sin vida.
Aunque no pueda verte,
tampoco oírte,
o tenga el tacto vedado para tu piel
y el sabor anestesiado,
mis sentidos te presienten.
Entre las ramas secas de un nogal, intentaba sobrevivir un ínfimo clavel del aire. Yacía atrapado por el destino y se percibía claramente el funesto espectro terminal de sus días. Como una manzana infecta, temblaba su hogar cuando el viento quebraba un milímetro más su madera...
...y aún así, seguía confiando su entrega, libando vida.